10 Segundos para Decir Adiós

(Cuento semifinalista en el mundial de escritura)

 Raúl Esposito se aferró al rosario de su madre. Las gotas de sudor le corrían por la frente como el rocío resbala
sobre el pasto al amanecer. A ambos lados, los otros dos astronautas yacían tiesos como las sillas sobre las que se
apoyaban. Solo se movían para hablar por la radio. La valentía no cabía en esa pequeña cabina de aleación con
aluminio, pues sabían que nunca regresarían a casa. Finalmente, el intercomunicador anunció el momento que tanto temían que llegara:

—Inicia la cuenta regresiva. Despegue en... diez segundos.

El instante en que rugieron los motores, el cohete se sacudió como un volcán violento y los relojes de cada cosmonauta mostraron el número 10.

—Diez —anunció la radio.

Esposito cerró los ojos hasta que le dolieron, clavó las uñas al asiento y, entre dientes, recitó el Padre Nuestro, entregándose a Dios. Esperando lo peor.

Y esperó.

Y esperó…

El silencio fue absoluto, como si, en un suspiro, el universo hubiese dejado de respirar.

—Esposito a base, ¿está todo bien? —preguntó con voz temblorosa.

Nada.

Al abrir los ojos, aquella bestia desaforada en la que se encontraba se había paralizado. El rugido atronador de los motores había desaparecido. No amortiguado. No apagado. Borrado.

El silencio que siguió era tan doloroso que le dejó un sabor a vacío en la boca, y sus ojos olvidaron el brillo de los colores.

Kapitonova, que seguía a su lado, ya no respiraba. Su pecho no subía ni bajaba. Sus cabellos, inmóviles, como si alguien hubiese desconectado la gravedad y apagado el tiempo.

Al otro lado, Hastings tenía los ojos tapados con las manos, y una lágrima detenida en su mejilla. Su expresión era la de una estatua de un ángel, tallado en mármol, llorando la eternidad a la que fue confinado.

Una lágrima en el aire.

Esposito tembló, miró su reloj. 10

El mismo número desde hace… ¿cuánto?

—Esto no está bien —susurró.

—¡No es posible! —se repitió a sí mismo, desesperado, cerrando los ojos.

Fue entonces que algo cambió.

La presión en su pecho se desvaneció. El calor se alivió. Un viento fresco que acarreaba un aroma a azúcar quemada tornó el silencio más suave.

Al abrir los ojos, se encontró sentado en un banco de piedra en Plaza Congreso, en Buenos Aires.

¿Había muerto? ¿Estaba soñando? ¿Era un regalo del tiempo?

No lo sabía. Lo único cierto es que estaba en casa.

Una alegría con gusto a su infancia lo envolvió. El miedo había sido reemplazado por una luz en su pecho, alimentada por un dulce recuerdo. Allí iba con su abuela de pequeño a alimentar las palomas y comer garrapiñada. Qué persona tan especial había sido ella.

Aunque hacía años que no estaba, la sentía presente, acompañándolo a todos lados. El viento entre los árboles parecía llevar su voz, suave, cantándole bajito como cuando lo dormía por la noche.

Entonces supo que debía verla una vez más.

Recorrió las calles congeladas en el tiempo hasta que llegó al sitio. Nada había cambiado. Nada, excepto la perilla de la puerta, que ahora era de madera, y también el portero… y los vecinos.

Algo cambió en el aire. El viento se volvió pesado. Había sido una eternidad desde que fue niño. Mucho había cambiado. Excepto él. Volvía a una ciudad que no lo había esperado.

En ese momento, un “pip” le robó la atención. Venía de su reloj.

9 marcaba.

Abrió bien los ojos, entendiendo la situación. Apretó los dientes. No podía quedarse ahí. No ahora. No con tanto por ver.

Sin pensarlo demasiado, echó a correr.

Sabía a dónde lo llevaban los pies. Donde prometió no volver.

A su vieja escuela.

Corrió sin detenerse, sintiendo que lo seguían. Al doblar una esquina, lo recibió un edificio inmenso, de color entre rosa colonial y polvo. A su lado, como una sombra, estaba la iglesia. La misma de las misas escolares. Los rostros alegres de los niños le recordaron el dulce caos de la infancia. Detrás de ellos, las puertas seguían abiertas, pero él no. No se animó a entrar a esa jaula de libros.

Caminó sin rumbo durante un rato, dejando que sus pasos eligieran por él. Hasta que una verdad lo golpeó en la cara. Ahí cerca estaba donde debía haber ido primero, el lugar donde todo comenzó: la casa donde creció. Hogar de sus padres. Su refugio. Partió de inmediato hacia allí.

Al cruzar Callao, juró ver una figura azul entre los árboles, observándolo. Parpadeó, y ya no estaba.

Pip

8

No perdió tiempo y siguió.

El reloj es egoísta, pero hoy había sido generoso con él. Justo frente a la puerta, le había dejado un regalo: sus padres. Sin pensarlo, se arrojó sobre ellos y los bañó con besos y lágrimas. No quería soltarlos. Quería quedarse para siempre en ese momento, empapado de amor como un niño.

Pero amar también significa saber despedirse.

Con el alma en llanto y el corazón partido, los dejó. En el camino se topó con una bicicleta azul sin candado, casi que esperándolo.

La tomó y pedaleó sin mirar atrás, a ese lugar al que iba cuando la vida se volvía demasiado: los Bosques de Palermo.

Una vez ahí, se perdió en el verde bosque que escondía sus lágrimas. El sol radiante de aquel hermoso día no parecía calentar su piel. Su sombra se proyectaba más que la de aquellos inmensos árboles.

—No quiero irme. No quiero que me dejen. No quiero que nada cambie —sollozó.

Se tiró al piso a llorar como un niño. Cayó derrumbado como un árbol talado. Ya no había más gravedad, ni relojes, ni misión. Solo un corazón que no quería seguir avanzando.

Parecía haber olvidado al mundo, y el mundo a él.

Hasta que una voz desconocida quebró el silencio.

—Cada segundo que perdés escapando al tiempo, se te escapa un poco de la vida —dijo fríamente una voz masculina.

Esposito levantó la mirada húmeda y finalmente lo vio. Se encontraba entre los árboles. Un hombre de túnica azul, alto, sereno, con una mirada imposible de esquivar.

—¿Quién sos? —preguntó Esposito, con la voz rota.

—Alguien que ya estuvo donde vos estás.

—¿Y qué hago con tanto que todavía me duele?

—Agradecelo. Significa que estás vivo. Por favor, mirá tu reloj.

Hizo caso y se asombró al ver que solo le quedaban 4. ¿Cuánto tiempo había...?

—La pregunta, Esposito, no es cuánto. Es por qué todavía estás acá en lugar de donde deberías.

El astronauta, sin chillar, se despidió. Cada segundo contaba. Sabía dónde debía ir ahora: al Jardín Japonés.

Llegó muy agitado, pero cruzar ese umbral lo revitalizó. Pues regresaba donde había pasado tantas tardes a ver pinturas de su abuela, y donde sus cenizas descansaban entre los árboles. La extrañaba tanto. Recordó con cariño cuando, de pequeño, ella le prometió que aunque dejara este mundo, siempre lo acompañaría.

—Gracias por compartirme tu luz —dijo suavemente, mientras sus lágrimas besaban el suelo donde descansaba.

Le dedicó un beso y partió.

Con lo que le quedaba del segundo 4, caminó hasta aquella esquina donde una vez se despidió bajo la lluvia.

Se le rompió la voz antes de poder pronunciar su nombre.

Pero sabía que lo llevaría consigo hasta las estrellas.

Su reloj marcó 3.

Vio a sus mejores amigos riendo en algún recuerdo intacto por el tiempo.

Sin necesidad de palabras, como las personas con lazos verdaderos, se despidió.

2

Vio a sus hermanos.

¿Cuándo había sido la última vez que los vio?

Les pidió perdón por el silencio y los besó.

1

Finalmente, regresó al comienzo, a Plaza Congreso para despedirse de su lugar en el mundo. Contempló por última vez la ciudad, y antes de cerrar los ojos, lo vio a lo lejos. El hombre de túnica azul.

Esposito le regaló una pequeña sonrisa.

Cerró los ojos y presionó el reloj.

10


—Adiós, abuela.

 

9


—Gracias por esperarme, papá.
—Te amo, mamá.

 

8


—Perdón por no escribir más seguido, hermanos.

 

7


—Me costó dejarte ir, pero estoy bien. Te recuerdo con cariño.

 

6


—Gracias por tu risa, tu voz, tu mano amiga.

 

5


—Me hiciste fuerte. Me hiciste humano.

 

4


—Me voy, pero me llevo todo esto conmigo.

 

3


—No soy valiente, pero estoy listo.

 

2


—No es un adiós. Es un hasta siempre.

 

1


—Chau, Buenos Aires.

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